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Tags Cine, Código fuente, Ficción, Marketing, Televisión
Nací espectador y seguramente moriré siendo sólo un poco menos espectador.
Cuando repaso la lista de elecciones que he ido ordenando para construir este –mi– código de audio y vídeo, concluyo que es casi únicamente una cuestión de educación sentimental. Más alimento de reflexiones y mutaciones vitales que pura construcción formal de cánones.
El niño de abajo se llamaba Santi Rico. A saber dónde está. Algo fascinante debía ver yo en los camiones y coches patrulla que vendía el nene, unos juguetes a los que les faltaba el toque final para ser magia verdadera y que nunca desaparecieron de mis fantasías: se teledirigían con un cable y una cajita de plástico con un minivolante y unos pocos botones y sin que hubiera, ni en sueños, una radio que controlara y los hiciera verdaderamente dirigidos a distancia. Esa diferencia lo era todo. El cable era como tomarse una cerveza sin alcohol: un autoengaño, casi como la diferencia de mirar a Hollywood y contemplar Carpetovetonia.
Resulta que el presunto Santi Rico tenía ya dieciséis años en sus últimos comerciales, y había que pintarle pecas y cosas así para que pareciera que el mozalbete no estaba más cerca de la mili que de espectador de marionetas en un parque. Su voz no era su voz. Su voz era la de mi señora madre, entonces locutora de referencia de la publicidad española. Nunca llegaron a conocerse el uno al otro, a pesar de que las campañas duraron años. Una mañana vacacional acompañaba yo a mi progenitora de estudio en estudio y encontré sobre el suelo de la sala de registro todos los modelos posibles de camiones y coches para poder grabar efectos, una orgía superior a un puesto de caramelos. Ni me regalaron uno, ni pude jugar con ellos. Frustración que no he superado.
Probablemente esta fue la primera lección audiovisual de mi vida, aprendida en realidad mucho después: que hacer películas (o vídeos, o remezclar, o lo que sea) es todo truco. Ni el niño es niño, ni sus pecas son pecas, ni el ruido es el ruido y qué decir de su voz y dicción. Lo que nos lleva a fronteras intelectuales difíciles de procesar para lo que fue toda una educación gafapasta sobre las imágenes: un actor doblado se me hace insoportable pero, ¿por qué tanta sacralidad? Seguramente, porque Meryl Streep et al son, por sus voces y dicciones, la materia a remezclar y no, salvo exigencias de un esperpento, sus propias voces y dicciones. Aunque "El hundimiento" (2004) lo pone a prueba hasta el esperpento.
En fin, el niño y sus comerciales crecían en un entorno bastante especial. Un país plomizo y enfrentado hasta el paroxismo a angustias existenciales de un calibre que no dejaban a nadie indiferente. Vistas hoy son un sublime coñazo pero, más que eso, una pérdida de tiempo absoluta, una especie de enorme barrera para vivir tu vida y no la de los otros, algo que por mucho que conduzca al riesgo de ser tomado por un fanboy, Steve Jobs explicó como nadie en su «stay hungry, stay foolish» y que ilustra una especie de nueva conciencia colectiva de un imaginario geek/emprendedor, tantas veces tech/chorra, pero absolutamente fascinante por lo que supone tomar conciencia de que vives y vivías en un mundo sin todas esas nubes, como la salida final de Los Angeles de la primera versión de "Blade Runner" (1982). Por el contrario, la mirada de San Steve reconfirma que, esencialmente, las cosas mágicas siempre pasaban y pasan allí, desde Marilyn Monroe a Orson Welles llegando, por supuesto, a Jobs. Es allí donde se cambiaba el mundo y no aquí, allí se puede ser foolish sin miedo a ser laminado social e intelectualmente. La capacidad de crear discursos con esta dimensión inspiracional siempre fue algo que no se veía si no era en una ficción, pero resulta que ocurren en la realidad. Nunca sabré si Martin Luther King dejó un discurso memorable porque su «I have a dream» lo vemos siempre editado o porque lo fue: una de dos, o los del cine y la televisión copiaron la realidad, o la realidad terminó por copiarles a ellos:
Prueba de que el relato de la época era inevitablemente gris, fuera cual fuera la realidad (que se lo digan al director de foto de "Cuéntame"), era el monólogo final de "Solos en la madrugada" (1978). Garci fue la conciencia del españolito de a pie que se hizo mayor en la posguerra y algo después, los que se comieron de verdad la angustia del país mediocre al que había que traer los discos desde Londres. Los discos ya no existen, por cierto. Visto hoy, resulta que el monólogo sigue siendo plenamente válido. Pareciera como si, tras esa película que tanta lágrima logra derramar y que tanta emoción supo dar en esa generación, la llamada a la superación del complejo de inferioridad característica esencial de lo español, no hubiera sido entendida por nadie:
Todo eso duró, afirmo, hasta el gol de Iniesta de mi vida. Para probarlo, basta con leer los posts y tuits de los guruses del social media el día en que acaeció. La generación nacida al final de los sesenta y setenta clamaba liberada por fin del fuerte peso de haber soportado treinta años esperando «esto»:
«Esto» terminó de una vez por todas con el (no) gol de Cardeñosa de los adolescentes del mundial de Argentina (sin Maradona pero con Kempes, del que nadie se acuerda ya), con el codazo a Luis Enrique y el gol nunca concedido a Michel frente a Brasil en México, por supuesto convenientemente remezclados hoy. Era lo mismo que devolverle una peineta a un inglés que te anunciaba la interrupción para el almuerzo en una reunión aclarando que regresáramos a las dos y añadiendo a continuación que eso deben ser «las dos menos cuarto para los españoles». La remezcla también es redención:
Con todo, el país humillado y torturado por una esencia que en realidad no tiene, ese que te obligaba a leer "España invertebrada" y cuarenta títulos de la Guerra Civil en un deseo profundo de torturarse ante el imposible de que a la historia no se la puede ganar y que ni siquiera tu perdiste simplemente porque no estabas, había cambiado ya. Mírense los vídeos del 11-M emitidos en perfecto inglés por las cadenas internacionales como si estuviéramos viendo una secuencia de John Ford, es decir, atentos a lo que sucede detrás de la escena, llevaba a concluir que el país bombardeado era un país rico. Sí, ladies and gentlemen, ustedes no saben lo que era esto, con trenes que tardaban 24 horas en llegar de Madrid a Cáceres. Por detrás ya no estaban "Las Hurdes" (1932) de Buñuel, que ya tuvieron algo de truco, estaban ciudades equipadas con gente con todo lo normal que se puede llegar a ser, por mucho que lo normal sea esa excepción desconocida:
Por supuesto, nunca nada fue blanco ni negro, sino del color del cristal con el que se mira. Afirmación que un americano me dijo, alucinado, que sólo podía proceder de un país católico como este porque él necesitaba una línea clara entre el bien y el mal. Paréntesis: relean La muerte de Artemio Cruz (1962), del extinto Carlos Fuentes, y se podrá comprender en toda su extensión. Lo útil de todo esto, es que en el blanco y negro del país gris, quedaron joyas agazapadas que se pueden recuperar una y otra vez de una forma que, qué quieren que les diga, si la observo bien poniéndome en mi infancia, resulta portentosa. En Youtube están los "A fondo" de Joaquín Soler Serrano haciendo algo que hoy es imposible si no lo reinventamos en la red: gente que puede hablar durante media hora o más sin interrupciones, relajarnos a contemplar sus gestos y dicciones y casi comprender una cosmovisión. El que viene es del Josep Pla, memorable, pero valían todos:
Mi madre decía cuando se inventó el videoclip que había algo perverso en el hecho de que la música «se viera». Estamos en algún lugar entre los últimos setenta y los primeros ochenta. El videoclip ponía las imágenes al servicio de la música, pero la música en el cine y la publicidad se añadía para engrandecer el sentido de la imagen. Y el resultado siempre era mejor: puedes repetir esa secuencia muchas veces mientras que en el videoclip se volvía tortura al tercer pase. Yo creo que la primera vez que comprendí eso fue cuando Jaime de Armiñán montó "La creación" de Haydn con Ernesto Alterio sentado en un caballo en "El nido" (1979). Que podría ser visto como videoclip, pero que no lo es. Para siempre quedé fascinado con la pieza y con "Macbeth", mucho más especialmente con las Lady Macbeth de este mundo:
Me quedan otras plasticidades no convencionales. Ser seguidor del baloncesto en los setenta y ochenta era una actitud ante la vida y ante el entorno. Los jugadores del baloncesto eran universitarios que estudiaban su carrera (casi siempre de medicina, no sé por qué) mientras que los de fútbol eran rudos y cuasianalfabetos: ponían una tienda de deportes al acabar, o un bar, eso si no les robaban lo que habían ganado o lo habían perdido todo, que entonces no era tanto. Ojo, talibanes de la literatura: siempre hay excepciones, incluso en el fútbol. En el baloncesto estaba la gente culta, que aplaudía al rival y buscaba un respeto que llegó a ser parecido a lo que pasaba en el tenis de antes. Pero, y con permiso por las emociones del gol de Iniesta, nunca he podido superar la idea de que el clímax visual deportivo estaba en los grandes pasadores del baloncesto. Y ese era Mirza Delibasic, un genio bosnio que fumaba como un carretero al acabar cada partido y al que hubo que ayudar durante la guerra de Yugoslavia en los noventa. Eso que está tan bien contado en ese documental con la relación de Petrovic con Vlade Divac. Que es maravilloso y monstruoso. Pero antes de ellos, estaba Mirza y los pases por la espalda y todo lo demás. De los jugadores yugoslavos se decía que no bastaba con tirar bien, que no servía de nada si no eras capaz de meterla desde cinco metros y a falta de tres segundos. Siempre nos ganaban. Ahora, les ganamos. A Mirza le imitábamos cada mañana en el recreo. Murió en 2001:
El código termina soñando en inglés. Decía Albert Boadella que ser catalán era una cosa un tanto desquiciada o rara, porque cuando naces y empiezas a comprender, por un oído tu madre te habla en catalán, pero por el otro escuchas el ruido ambiente en castellano. Sostengo que, a pesar del fracaso colectivo de los idiomas en el ex-país-torturado del Sur, hemos crecido con un ruido de fondo en inglés que también nos hace sentir confusos. En inglés, como cuando dices engagement y no lo que tenga que ser (una edición antigua del "María Moliner" decía que «líder» es un «mandatario extranjero»), no acabamos de entender las palabras, pero desarrollamos admiración ante el orden y la precisión que entrañan, como la dificultad de mi protestante amigo americano que necesitaba una línea clara entre el bien y el mal. Cada poco, vuelvo a ponerme el discurso del día de San Crispín del buen Shakespeare en boca del ya un tanto aburrido Kenneth Branagh, quien pudo morirse después de hacer esto sin que pudiera haberse dicho que no vino al mundo para nada:
La imagen que ilustra este artículo es un fotograma del film "El nido", referenciado en el texto.