El espectro radioeléctrico -el espacio de señales electromagnéticas por el que circulan emisiones de radio y TV, señales de telefonía móvil y GPS, redes de Wifi- es el suelo urbanizable de la sociedad de la información. Su infraestructura invisible supone la mayor obra de ingeniería de la historia de la humanidad; su progresiva colonización y conquista a lo largo del siglo XX ha transformado radicalmente la construcción de la sociedad, la articulación de las ciudades y las relaciones entre individuos.
Y sin embargo, sabemos muy poco sobre el espectro: quién lo posee, de qué manera se administra, cómo se deciden sus usos. A pesar de ser un recurso supuestamente escaso y precioso, su regulación está raramente sometida a procesos de escrutinio público; su discusión no es una prioridad política. Los “señores del espectro” (militares, industrias de la radiodifusión, operadores de telecomunicaciones) disfrutan desde hace décadas del uso exclusivo de las frecuencias más útiles, mientras que es precisamente en las insuficientes frecuencias públicas abiertas a todos donde se han producido algunas de las innovaciones socialmente más beneficiosas, como las redes inalámbricas de acceso a Internet. Cada vez son más las voces que piden que empecemos a entender y administrar el sistema de frecuencias como espacio público, porque cada vez son más las dinámicas y procesos sociales que estamos sacando de las calles y trasladando a las ondas.
En el momento en se enfrentan por los mismos usuarios estándares antagónicos como la telefonía móvil de tercera generación y el ‘wireless’, reclamar el derecho a decidir sobre los usos más fértiles del espectro para la sociedad se está convirtiendo en una prioridad urgente. ¿Son más cadenas de televisión y mensajes de vídeo en el móvil lo que realmente necesitamos? ¿Queremos tecnologías que nos permitan ser agentes participativos, o sólo consumidores?
Artistas, diseñadores y activistas están siendo los primeros en dar el paso de apropiarse del espacio hertziano para reelaborarlo y subvertir sus usos. En algunos casos, haciendo visible lo que ocurre en el dominio de las ondas, y mapeándolo para mostrar cómo se difuminan en él las fronteras entre espacio público y privado. Otras veces, fomentando el uso de las redes inalámbricas para articular comunidades activas a su alrededor, de la misma manera en que antes lo hacían en una plaza o en un parque. Y en casi todos, mostrando como nuestro uso actual del espectro depende más de decisiones políticas y comerciales que del amplio alcance de sus posibilidades técnicas.
Entre el discurso utópico de los que piden unas tierras comunales de las ondas y los que subvierten y “hackean” dispositivos y protocolos de comunicación para rechazar de plano el uso dirigido de esta tecnología, los que reclaman el espectro están anticipando un debate político y social del que se privó al siglo XX, y que en el XXI es inaplazable.