Rápido, barato y fuera de control

Un texto de Tim Druckrey

“Progreso externo, regresión interna. Racionalismo externo, irracionalidad interna. En esta civilización de las máquinas, impersonal y disciplinada en exceso, que tan orgullosa está de su objetividad, la espontaneidad toma demasiado a menudo la forma de actos criminales, y la creatividad encuentra su principal vía de expresión en la destrucción”. — Lewis Mumford

Parece necesario evocar el imprescindible ensayo de Hans Magnus Enzensberger, The Aporias of the Avant-Garde, en esta época caracterizada por una lamentable falta de interés en la historia crítica y una sospechosa fascinación por la historia cínica. Este ensayo explica por qué el pleonasmo y la redundancia obsesionan en demasía a gran parte de una generación de artistas emergentes y aparentemente desarraigados, una generación desarraigada por obra y gracia de las embaucadoras “dialécticas negativas”, la “unidimensionalidad” virtual y la cibertécnica de moda. Sin ganas, o sin posibilidades de invocar la sublimación implícita en la política de la representación como acto de diferenciación, el señuelo de la “cultura de la copia” (por utilizar la terminología de Hillel Schwartz) parece enganchar a sus adeptos en un solipsismo de susurros y una teoría vaga. Las víctimas inconscientes de las superficies exentas de contenido ético de hoy en día se deslizan inevitablemente hacia la memoria cultural, que se borra con la misma rapidez con que se renueva la pantalla de un ordenador o se envía un mensaje con un click. Aporía, sin embargo, no sólo es un término que indica la imposibilidad reaccionaria o poco plausible de una resolución dialéctica, también señala una contradicción permanente al negar la reciprocidad que, fútilmente, delimita la posibilidad de decidir (y, por supuesto, de crear). En este sentido el ensayo de Enzensberger es claro: “La rivalidad entre los partidarios a ultranza de lo viejo y los de lo nuevo es insoportable, no sólo porque se prolonga incesantemente, irresuelta e irresoluble, sino porque el esquema que plantea carece de valor… La elección que propone no es sólo banal, sino que, a priori, es artificial.” Sin embargo, pervive un discurso frívolo disfrazado de falsa subversión, de travesura indiferente, de fraude oportunista, de historia desmembrada o de difamación irresponsable perpetrada por medio de vanas deconstrucciones electrónicas de la identidad que se convierten en ‘teoría’ a través de nociones sin sentido sobre la esquizoestética, nociones más delusorias que propias de Deleuze, nociones más subjetivizadas por patologías del orgullo autocomplaciente que por el sabotaje ingenioso. Por ello, como observa Enzensberger, “la vanguardia debe darse por satisfecha si bloquea sus propios productos”.

Incluso si, como resulta evidente, la noción de “la vanguardia” sólo tiene una importancia relativa en temas relacionados con los medios electrónicos, sí evoca una serie de cuestiones históricas sobre la producción artística, sus presunciones y la ya hace años desacreditada tendencia de la burguesía a tolerar a sus adversarios por el bien de las industrias culturales. Es sin duda evidente que hay una radical diferencia entre un “fermento necesario” y el ejercicio crítico. Paul Mann trata bien este asunto en su libro, The Theory-Death of the Avant-Garde, y ha quedado patente una y otra vez en la compraventa de subversión que dicta la moda. Mann escribe:

    “Jamás ha habido un proyecto para deslegitimar la práctica cultural que no se convirtiera inmediatamente, si no antes, en una forma de legitimación. La amplia expansión de la conciencia de esta legitimidad sin límites ha dañado la estratagema de la oposición. La muerte de la vanguardia podría ser el síntoma más visible de una particular enfermedad de la dialéctica: la deslegitimación general de la deslegitimación misma. Se podría denominar crisis, si no fuera porque anuncia el fin de las teorías del arte que se basan en la crisis. La urgencia crítica de la vanguardia se repitió tantas veces, con tal intensidad y con tan poco de cataclismo, que se agotó. La retórica de la crisis y la crisis como producto en venta ya nos dejan indiferentes.”

Aunque las décadas de los 70, 80 y 90 nos han demostrado de modo persuasivo que la transformación en mercancía, la deconstrución y la ingeniería de la disidencia no son independientes del mercado de las ideas, la persistencia de una nueva vanguardia fútil y quizás cómplice sugiere que las lecciones que enseñan las teorías del mundo del arte y de la economía no se han ido aprendiendo a medida que se desparramaban por los medios electrónicos en oleadas cada vez más invasivas.De hecho, la política de la subversión vista como intervención y la estética de la promoción comparten una frontera vaga que se cruza con más frecuencia de la que reconocemos. Es más, se podría aventurar que la estética de la subversión ensombreció la fascinación inútil de la modernidad por lo vanguardista y que ahora esta estética se ha transformado en un juego de satisfacción del ego que se desarrolla en el espectáculo de las identidades hechas ficción, ilusorias, usurpadas o convertidas en cibernética. Esto constituye una especie de triunfo del “dandy de los datos” cuya presencia se articula en el ensayo de Adilkno:

    “El dandy de los datos sale a la luz en el vacío que se produce en la política cuando la cultura de oposición se neutraliza a sí misma en una fusión dialéctica con el sistema. En este vacío, el dandy se muestra a sí mismo como un enemigo adorable a la vez que falso, para gran rabia de los políticos, que consideran su juvenil dandismo pragmático una herramienta publicitaria, y no necesariamente un objetivo personal. Estos políticos desahogan su rabia con los periodistas, los expertos y las personalidades que en ese momento constituyen el reparto en el estudio, donde el único tema de conversación es quién dirige… El dandy calcula la belleza de su aparición virtual de acuerdo con la indignación moral y las risas de los ciudadanos conectados. Es una característica natural del aristócrata de salón disfrutar del shock de lo artificial.”

Surgen temas relacionados con éste en los escritos de The Critical Art Ensemble (especialmente en The Electronic Disturbance). Desmembran las ficciones de la autoridad, y escriben convincentemente sobre la ruptura de la “doctrina esencialista” del texto. Además, sus intervenciones (que algunos llaman actuaciones) en los sacrosantos territorios de la autoridad suponen tanto una provocación dirigida a las tradiciones agotadas de la política cultural en el ámbito público como un reconocimiento de las consecuencias, cada vez más veloces en su aparición, de las tecnologías para una generación ebria de virtualización. Sin embargo, a propósito de las corrientes reaccionarias o de regresión, escriben:

    “Últimamente los trabajadores culturales se están interesando cada vez más por la tecnología como medio para analizar el orden simbólico… No sólo porque muchas de las obras parecen estar diciendo: “¡mira qué maravilla!”, una característica que las reduce a ser demostraciones de productos que ofrecen la tecnología como un fin en sí mismo. Tampoco es porque a menudo la tecnología se use principalmente como accesorio de diseño en la moda postmoderna, ya que estos usos son de esperar… Más bien, se percibe más intensamente una ausencia cuando la tecnología se usa con un propósito inteligente. La tecnología electrónica no ha atraído a los trabajadores culturales reacios a otras zonas temporales, a otras situaciones o incluso a búnkeres utilizados para expresar las mismas narrativas y preguntas que normalmente examina el arte activista.”

Las esferas de activismo no están dirigidas por un insidioso ingenio, sino por una oposición claramente delimitada. Tampoco se alimentan de los egos de incógnito que se esconden detrás de una intencionalidad imperiosa y ambigua. Al activismo le interesa lo visible, no lo subterráneo. Parece que esta lección no la entienden los imitadores de los hackers, cuyo rastro puede resultar imposible de seguir, pero que sin embargo, y sin respeto alguno a la integridad de los hackers, dejan pistas falsas que certifiquen o den publicidad a sus intrusiones. Este comportamiento, menos político que ostentosamente narcisista, parece demasiado sintomático de la traviesa atracción ­¿una moda?­ que ejerce la criminalidad libertina de Asesinos Natos, Trainspotting, Gangsta Rap, o quizás los, en definitiva, patéticos imperativos que pone de manifiesto Rápido, barato y fuera de control.Es difícil pasar por alto la postura, irritante pero útil en este caso, de Peter Sloterdijk en su Critique of Cynical Reason. En la introducción, Andreas Huyssen propone una serie de preguntas que emergen de la obra reflexiva de Sloterdijk: “¿Qué fuerzas tenemos a nuestra disposición para combatir la razón instrumental y los cínicos razonamientos del poder institucional?… ¿Cómo podemos volver a plantear los problemas de la crítica ideológica y de la subjetividad sin optar por el ego encastillado del sujeto epistemológico kantiano ni por la esquizosubjetividad sin identidad, el libre flujo de energías libidinales que proponen Deleuze y Guattari? ¿Cómo puede la memoria histórica ayudarnos a hacer frente a la expansión de la amnesia escéptica que genera el simulacro de cultura postmoderna?…” Pero el argumento de Sloterdijk es mucho más pertinente: “El cinismo es una falsa conciencia visionaria. Es esa conciencia modernizada e infeliz de la que la Ilustración ha sacado tanto buen como mal partido. Ha aprendido sus lecciones sobre ilustración, pero no las ha puesto en práctica, quizás por no haber sido capaz. Bien situada y mísera a la vez, esta conciencia no se siente ya afectada por una crítica a la ideología, su falsedad ya está amortiguada.” “El cinismo”, dice en el capítulo titulado “In Search of Lost Cheekiness” (“En busca de la caradura perdida”) “penetra más allá de la monotonía”.

Al tiempo que invoca una ética de la Ilustración, el homenaje de Sloterdijk a la moralidad y la tradición se presenta como una especie de diagnóstico del discurso, que todavía nos resulta incómodo, sobre las posturas que ocupan modernismo y postmodernismo. Se han elaborado muchas teorías sobre esta constante (y ya tal vez caduca) oposición, pero las cuestiones que parecen más pertinentes están casi siempre relacionadas con un sujeto radicalmente transformado, un sujeto que no se encuentra simplemente en el lado receptivo de la autoridad. Sin embargo, la jerarquía invertida sujeto/autoridad es errónea. Y con la intervención de medios electrónicos (que conlleva, entre otras cosas, una nueva conceptualización tanto de la subjetividad como de la identidad) el tema a menudo ha derivado lamentablemente hacia sociologías virtuales sobre ideas preconcebidas del ser vulnerado por “la vida en la pantalla”. Al no entender la diferencia entre identidad y subjetividad, ni tampoco entre el sujeto y el “otro” anecdótico, esta “esquizosubjetividad” ­para utilizar el término acuñado por Huyssen­ acaba cayendo en categorías que de nuevo se esencializan. Esta asombrosa disociación nos conduce a la posibilidad de una ética digital fugitiva, cuya ingenuidad despectiva parece más descuidada que subversiva, más pesimista que productiva.

Pero las oscilaciones entre el sujeto y el “otro” también sugieren que se están evitando cuestiones psicológicas que aparecen como consecuencia y a las que ha afectado profundamente la tecnología electrónica y su historia. Es en este punto en el que se puede considerar la diferencia entre esquizofrenia y “esquizosubjetividad” en relación con el comportamiento. Aunque está bastante claro que la noción unificada de la subjetividad se desmoronó en las jerarquías de la modernidad, lo que surgió son identidades fragmentadas que no rescata ni el nacionalismo político, ni el concepto de “otro” elaborado desde una base textual turbia, ni el abandono de la subjetividad y la acepción de nociones cuestionables de agencia y su relación con las manifestaciones. Esta especie de rechazo alelado (sublimación, quizás) que expone muy bien Slavoj Zizek en sus escritos recientes (y en particular en el capítulo “Cyberspace, or, The Unbearable Closure of Being” ­”El ciberespacio o el insoportable encierro del ser”­ del recientemente publicado The Plague of Fantasies ­La plaga de las fantasías­ y en Enjoy Your Symptom ­Disfruta de tu síntoma­), está articulada con estrategias fraudulentas, engañosas o prioritarias que sólo sirven para desacreditar la política de la política de subversión. “Insistir en una máscara falsa”, escribe, “nos acerca más a una verdadera, a una auténtica posición subjetiva que quitarnos la máscara y mostrar nuestro ‘rostro verdadero’… (una) máscara nunca es ‘solamente una máscara’, ya que determina el lugar que ocupamos en la red simbólica intersubjetiva. Llevar una máscara de hecho nos convierte en lo que fingimos ser… la única autenticidad a nuestra disposición es la de personificar, la de ‘tomarnos nuestra actuación’, nuestra postura, en serio”. Esta postura fundamental no se debe trivializar con falsas realizaciones ni estéticas proscritas. Si extendemos esto al ámbito público, no hay nada peor ni más revelador en la cibercultura que un revolucionario hipócrita para quien se debe inventar incluso una relación con la oposición.

Brecht escribió mucho acerca de “refuncionalizar”, alterar la autoridad del material existente para poner al descubierto sus ideologías. Sin duda, esta mímesis política, junto con la estética de Benjamin de ambigüedad altisonante e impracticablemente redentora, se adapta a la trayectoria del arte ­del dadaísmo al pop, del pop al postmodernismo­ al racionalizar distintas formas de capacidad de reproducción, repetición y apropiación y caracterizarlas como perspectivas legítimas, a la vez reflexivas y creativas. Pero estas estrategias estaban enraizadas en una especie de consumo ‘crítico’ que sobrevive torpemente en la cultura electrónica.

Sin duda estas estrategias también han mutado para convertirse en las técnicas de cortar y pegar (y, por supuesto, en las identidades de cortar y pegar) de un excesivo número de artistas que se dedican a estos medios. Muy pocas de estas técnicas son enfrentamientos cuyas intenciones paródicas o satíricas superen o destruyan a sus originales. ¿No es la sublimación el objetivo de la parodia? Pero la debilidad y la triste omnipresencia de una posición caballeresca no sugiere en absoluto que el cambio a frágiles tecnologías de comunicación digital aumente lo que está en juego en algo que vaya más allá de las gastadas concepciones de creatividad que se perpetuarán a sí mismas desarrollando su propia evolución. Nada podría ser menos interesante en esta era de sistemas operativos monolíticos, de estéticas algorítmicas, y de la política de virtualización que una posición invariable, vacía y, en última instancia egoísta del artista como rebelde desafortunado o, peor aún, del rebelde como artista desafortunado. Desde luego, el vínculo entre anonimidad de culto y presencia subversiva me parece un intento lamentable de mantener nociones vagamente modernistas acerca de la subjetividad tras el velo subjetivo de la identidad deconstruida ­mejor dicho, desestabillizada­, o quizás, y de modo más patético, de la celebridad que se automodela.

[Traducción: Carolina Díaz]


Este texto se publicó originalmente en la sección Reflex de ädaweb

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